¿Cómo fue que dos campesinos de la sierra de Chihuahua armaron uno de los golpes más espectaculares y simbólicos contra el entonces invencible Estado mexicano en los 60 del siglo pasado? La historiadora Flor García Rufino relata parte de la vida de Ramón Mendoza y Salvador Gaytán, quienes en la lucha por defender su tierra crearon un movimiento guerrillero temerario que se visibilizó por completo con el asalto al cuártel de Ciudad Madera, hace 59 años. Con la autorización de la autora, SinEmbargo reproduce este texto que desvela a dos mexicanos ávidos de justicia.
Por Flor García Rufino
Ciudad de México, 25 de septiembre (SinEmbargo).– En mayo de 1965 en la sierra de Chihuahua, mientras Arturo Gámiz, Salomón Gaytán y Pablo Gómez, junto con varios jóvenes normalistas, se encontraban en la Ciudad de México recibiendo entrenamiento militar y planeando el asalto al cuartel de ciudad Madera; algunos campesinos, cansados de tanto abuso e impunidad, tomaron la justicia por su mano y tuvieron varios encuentros armados con el Ejército. Los instigadores de estas acciones armadas eran Ramón Mendoza y Salvador Gaytán, ambos de la región de Madera, hombres curtidos en la sierra, en el trabajo duro, en la lucha por defender las tierras en las que crecieron y que tanto esfuerzo les había costado a sus padres forjar para el cultivo. Intrépidos como el que más, estos hombres protagonizaron hazañas de película que hasta el mismísimo Quentin Tarantino se asombraría con sus historias.
Salvador Gaytán era hermano de Salomón, quien al lado de Arturo Gámiz, había encabezado el movimiento de guerrilla desde 1964, cuando él personalmente había ejecutado a Florencio Ibarra, cacique de la región. Tras esa acción Salomón era buscado intensamente por la judicial y las guardias blancas. Su hermano Salvador tenía en ese momento el cargo de presidente seccional en Cebadilla de Dolores, por lo que se convirtió en blanco de acoso y ataques constantes por parte de las autoridades judiciales que incapaces de localizar y aprehender a Salomón, presionaban y hostigaban a la familia. Salomón Gaytán, Arturo Gámiz y demás compañeros de la guerrilla, abandonaron la sierra en los últimos meses de 1964. Salvador siguió enfrentando los conflictos y amenazas de la policía judicial. En una de las ocasiones en que acudió a Madera a resolver uno de esos conflictos, se encontró con Ramón Mendoza, amigo y vecino de toda la vida, las tierras de los Gaytán y los Mendoza eran colindantes. El padre de Ramón estaba preso por resistirse a un despojo de sus terrenos y Salvador acompañó a Ramón hasta que consiguieron la liberación, y fue entonces cuando Ramón Mendoza le propuso a Salvador que se lanzaran a tomar acciones radicales contra los caciques.
Como primera acción, Ramón y Salvador decidieron ejecutar a dos de los pistoleros de las compañías ganaderas que eran los que llevaban a cabo las órdenes de despojo de tierras y ganado a los pobladores de la zona, pero debieron abortar su plan porque al momento de emboscarlos en un camino, éstos iban acompañados de sus esposas e hijos, y no tuvieron el corazón para actuar con tanta vileza. Al no haber podido llevar a cabo el ataque, pensaron que esos no eran los únicos abusivos, que para donde voltearan había casos de violaciones, robos y tortura, y que ellos no estaban ya dispuestos a tolerarlo, así que esperaron la ocasión para empezar a actuar. Salvador Gaytán describió cómo ocurrió la primera acción:
“Nos fuimos a Dolores y ahí estábamos cuando llegó un cacique Emilio Rascón con un cuarterón de ganado, ¡jijodelamadre! Ya nos había robado, a Israel González le había robado ocho reses y lo habían obligado a que firmara a fuerzas, lo torturaron, lo colgaron e hicieron lo que quisieron. Bueno, pues ya nos la debía ese Emilio –“éste nos la paga, si no pudimos con aquellos”–. Pues nos vinimos y lo alcanzamos en un río que se llama Tutuaca, Ramón y yo, y otro muchacho, Manuel Ríos. Y alcanzamos a este tipo, ahí nos lo agarramos, y nos lo llevamos a Dolores, y ahí lo dejamos en la plaza, nos llevamos su metralleta, yo no traía, Ramón sí. Bueno, pues ya fue la primera, ya íbamos armados”.
Su siguiente objetivo fue atacar el rancho de Ramón Molina, quien había despojado a indígenas pimas de sus tierras. Decididos asaltaron el rancho, quemaron los libros de raya, mataron una vaca y la repartieron entre los pobladores.
“Agarramos preso al gerente que tenían, llegamos a Dolores en la noche, y lo dejamos preso ahí al señor, y nos regresamos porque dijo Ramón: ‘oye pero ahora van a venir los soldados, qué irán a hacer con los inditos?’”.
Cuando llegaron nuevamente al rancho, tal y como lo habían pensado, ya habían llegado las guardias y habían apresado a varios indígenas encerrándolos en un corral; les habían confiscado los aparejos de los burros, en donde los indígenas llevaban oculto parque para los guerrilleros. Los tres guerrilleros apoyados por compañeros indígenas, rodearon el rancho, y en cuanto oscureció, le prendieron lumbre al jacal donde habían metido los aparejos con parque. El jacal fue a dar al río, la pólvora voló todo.
A partir de este acontecimiento comenzaron a buscarlos, se enviaban pelotones de soldados a patrullar y a interceptar cualquier ayuda a los guerrilleros. El grupo de Salvador y Ramón contaba solamente con seis integrantes, aunque los campesinos de la región los apoyaban y protegían.
UN ASALTO INESPERADO
Fue así que a mediados del mes de mayo de 1965, los guerrilleros ubicaron un campamento de un pelotón del Ejército en el arroyo de las Moras. No pretendían enfrentarse a los soldados, de manera que solamente se apostaron al otro lado del río, ocultos en la maleza. Hasta ellos comenzaron a llegar las conversaciones de los soldados, y entonces se percataron que traían a un preso, y lo estaban interrogando. Se trataba de un indígena pima al que los soldados habían interceptado y le habían encontrado parque. El indígena no delató a nadie a pesar de los golpes que los soldados le asestaban. Desde su escondite, los guerrilleros contenían el coraje, pues no era conveniente lanzarse impulsivamente sobre los soldados. Escucharon cómo el capitán amenazó al preso con colgarlo de un árbol apenas amaneciera si no les daba información sobre el origen y destino del parque, pero el pima no pronunció palabra.
Los guerrilleros decidieron que, si al amanecer los soldados hacían efectiva la amenaza y colgaban al preso, entonces intervendrían para salvarle la vida.
Junto con los soldados estaba el hijo de uno de los caciques que había despojado de sus tierras a dos de los hombres del pequeño grupo guerrillero, los hermanos Yañez, por lo que éstos, además de intervenir por la vida del pima, querían ajustar cuentas con el cacique. Hicieron rápidamente un plan: sólo enfrentarían a los soldados en caso de que intentaran matar al indígena, si no, los dejarían irse. Como Salvador traía un rifle con mira telescópica, sería el encargado de disparar a la reata de la que colgaran al pima, ese sería el primer disparo para que los demás, posicionados estratégicamente, abrieran fuego para hacer huir a los soldados; no iban a matarlos, sólo asustarlos para que huyeran o si era necesario provocarles heridas superficiales que no los imposibilitaran. Al único que sí matarían sería al hijo del cacique, y el encargado de esa acción sería uno de los despojados de sus tierras, quien tomó su lugar en un punto donde consideraron que sería la ruta de escape.
Como gatos monteses, acecharon durante toda la noche, cada uno en su sitio, sin hacer ningún ruido. Al pima los soldados lo lanzaron al suelo amarrado con las manos por atrás de los pies, y así permaneció toda la noche. Muy temprano, el sargento acompañado de un soldado y del hijo del cacique levantaron al indígena, y lo llevaron al árbol del que lo colgarían, algunos soldados se habían levantado y estaban preparando el almuerzo; otros seguían acostados y desde sus lugares miraban la escena riendo. El sargento ordenó al soldado que pasara la reata por la rama de un sauz, subieron al indígena a una roca, y le pusieron la cuerda al cuello, el pima continuaba callado, resignado a morir, sin imaginar que tras los pinos un grupo de hombres con rifle en mano seguían con atención cada movimiento, listos para intervenir por su vida.
Ramón Mendoza contenía el impulso de disparar, sentía las ansias por liberar al compañero indígena, por actuar de inmediato, pero en el plan se había establecido que sería Salvador el que lanzara el primer tiro, así que se tuvo que contener, sólo podía pensar en que Salvador no podía errar porque entonces él no podría evitar disparar las veces que fuera necesario para salvar al pima, no podían dejarlo morir.
El momento llegó, el soldado lanzó al indígena al vacío y la cuerda se tensó, los guerrilleros desde sus posiciones contuvieron la respiración esperando la acción inmediata de Salvador. Así describió Ramón Mendoza ese instante:
“Pues en cuanto lo aventaron, ya se me figuraba que Salvador no disparaba. Hubo un vaivén, lo aventaron recio, y los otros con unas risas, no sé si sería el sargento, pero se estaban riendo. Cuando medio se paró tantito y pataleó, ¡zas!, trozó la reata y cayó en la arena… Nomás cayó ¡y patas pa’cuándo son!, salió a perderse y ya no lo hemos vuelto a ver. Nunca más en la vida lo volvimos a ver al pobre, vivirá o quién sabe, él corrió, agarró el río pa’bajo, recio, sin sombrero y descalzo. ¡Muy certero Salvador en su tiro!”.
En cuanto el pima corrió, los guerrilleros abrieron fuego, los soldados sin salir de su asombro no atinaban a responder al tiroteo, la mayoría ni siquiera buscó las armas, sólo reaccionaron por salvar su vida y corrieron descalzos y a medio vestir; otros intentaron ocultarse tras las rocas, pero los guerrilleros dispararon hacia las peñas para provocar pequeños derrumbes y obligarlos a salir. Ramón recordaba que solamente uno de los soldados tuvo coraje para intentar responder al fuego, pero Ramón Mendoza se adelantó y de un tiro le tumbó el rifle. A Ramón le causó admiración que el joven soldado hizo varios intentos por recuperar el arma, pero los guerrilleros disparaban al suelo para impedirle que la alcanzara, hasta que finalmente no tuvo más remedio que también escapar tras sus compañeros.
Sólo dos o tres soldados resultaron con heridas leves, los demás huyeron ilesos dejando el campamento a merced de los guerrilleros, quienes con enorme satisfacción se acercaron a revisar lo que el pelotón había dejado. Cuando estuvieron concentrados, se percataron que faltaba uno, aquel que había tenido como misión ejecutar al cacique. De inmediato fueron a buscarlo y lo encontraron tirado; estaba vivo, pero no podía ver. Les contó que al hacer el primer tiro el rifle le había tronado y la pólvora le había quemado en los ojos lanzándolo sobre una planta espinosa de sotol, de tal manera que el cacique se le había pelado vivito y coleando. Llevaron al compañero al arroyo, le estuvieron lavando los ojos hasta que pudo ver borroso, y ya pasada la angustia del compañero, se dispusieron a almorzar con tranquilidad, pues después de tantas horas de alerta se encontraban muy hambrientos.
Con regocijo y socarronamente Ramón Mendoza recordaba:
“Almorzamos en el campamento abandonado por los soldados, lo que iban a almorzar ellos. Tenían una ollota de pescados grandes, de esos pintos; un caldo de carpa con todo: cebolla, tomate, chile, hasta cilantro. ¡Cómo estaba sabroso!”.
Tras comer plácidamente, recorrieron el campamento y se hicieron de un botín importante: armas de distintos calibres, municiones, radios, uniformes, zapatos, mochilas, cantimploras. Levantaron todo lo que les pareció que podía ser de utilidad y lo llevaron a esconder a una cueva donde fueron haciendo un pequeño arsenal y equipo que sirviera para futuras acciones, cuando los muchachos que andaban entrenándose en la Ciudad de México regresaran a llevar a cabo acciones más importantes.
Tiempo después, cuando Ramón Mendoza fue aprehendido por el asesinato de un policía en la ciudad de Chihuahua, un día lo llevaron a enfrentarse en un careo con el sargento a cargo de ese pelotón al que hicieron huir en el arroyo de las Moras. El sargento, tras esa vergonzosa actuación ante seis jóvenes guerrilleros, fue sometido a corte marcial por cobarde, y cuando en el careo tuvo frente a él a Ramón Mendoza, descargó con injurias su rabia y amenazó con matarlo. Ramón, que estaba seguro que ningún abogado podría ya sacarlo de prisión, se dio el gusto de responder al militar frente al Juez, metiéndole el
dedo en la llaga.
*Información transcritas por Flor García de las entrevistas grabadas que Carlos Montemayor realizó a Salvador Gaytán y Ramón Mendoza en el año 2003.
“Pues yo qué tengo que decir, que corriste, que eres muy rajado, eso es todo lo que tengo que decir. ¿Por qué no te defendiste rajado, pues qué te faltaba….si te faltaron huevos, por qué no me los pediste?”.
La Fragua de los tiempos. Domingo 26 de mayo del 2019. No. 1299
Fuente: Sin Embargo